Un Mediodia de Marzo, Una Cerca, Dos Flores Silvestres y El Ganado
elvira gutiérrez carrete
Llegué al lugar donde el cerco de alambre de púas me obliga arrastrarme para pasarlo. Dos flores silvestres con toda la intensa belleza salvaje del campo, solitaria cada una, perfectas en luz. Me miran, con el pecho en la tierra, levanté mi rostro y alterné mis labios para besarlas, fue como si la hubiera besado a ella y como si me hubiera correspondido con su dulce y cálida boca. Las comparé con ella y yo. Ahí estábamos, ella desde aquel lugar del infinito que tanto imaginamos e inventamos y yo aquí atado a la gravedad de la tierra.
El llanto brotó cuando sentí la ternura de su frente al besarla, todavía quería protegerla del dolor o al revés. Al unísono con mi llanto me atreví a reclamarle al creador, los rayos de sol me golpeaban junto a unas cuantas gotas de lluvia, un medio día de marzo, el llanto fluía y los por qués salían de mi corazón junto al olor de la tierra húmeda, en parte por la bendición del cielo, por las lágrimas de mis ojos y toda el agua que escurría por mi nariz. Las flores no dejan de mirarme, al momento pasé mis manos para secarme el rostro y la tierra se me pegaba. Sorbí el llanto con mis fosas nasales, chorreado como un niño, bese sus pétalos cual si fuera su frente cansada, pensé si esto sería la nada, lloré ante ellas sencillas y bellas ante dos sencillas y bellas flores, arrodillado y arrastrándome por la tierra crucé la cerca, me pregunté si ese momento sería el todo, ella y yo ahí.
Todavía no terminaba de levantarme; arrodillado aún, levanté la mirada, mi vista fue más allá de las silvestres florecillas, un rebaño de ganado descansaba bajo los ardientes y apacibles rayos del sol, arrullados por las chicharras del medio día, abrían y cerraban sus parpados con sus largas pestañas y me veían con simpatía. De pronto vi un becerrito blanco como la nieve desperezarse, se puso de pie y se acercó a mamá vaca, menos blanca, más sucia y estropeada por el tiempo. Le bramó al oído y ella empezó a estirar sus miembros, abrió sus patas y cobijo a su perfecto y amado pequeño en sus senos, la blanca leche chorreaba por ambos. Cayeron unas gotas a la tierra, la misma a la que yo todavía estaba hincado, si ya hubiera estado de pie, abriese caído nuevamente de rodillas, junté mis manos en oración y sentí correr por mis venas la divina presencia de Dios.