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El lunes ameneció tibio y sin lluvia

jesus enriquez

  La conocí un viernes santo bastante caliente, el 12 de abril del 37’ para ser exactos, y se me pegaba la camiseta en la espalda por el calor que hacía.

  Eran las dos de la tarde. Las calles vacías, amarillas, los cables entre poste y poste colgaban bajo el invisible peso del calor, aguados, y en cada esquina el diablo soplaba bocanadas calientes sobre la brisa.

  Camine colina abajo, bajo las sombras de moros viejos que rompían las banquetas con sus raíces gordas y los árboles de lilas que rebasaban las bardas con coronas de vidrio de botellas quebradas; sorpresas para al amante de lo ajeno que se aventura a entrar a las casas sin perro. Ahí iba yo, saltando las mismas banquetas, manchándome los dedos de la cal de las paredes y sacándole la vuelta a los perros bravos.

  Llegué a la plaza de Balderas. Ésta, hervía en gente y música y a un costado la iglesia que dormía ya después de vaciarse de los feligreses del pueblo, daba espasmos esporádicamente bajo un cielo agridulce, lloroso, como a media luz, y el calor atosigante la tenía moribunda ya, cansada.

  Todo aquello era como un mar bravo alrededor de una isla católica de granito y ventanales largos y delgados, como los ojos de un sonámbulo, con oleajes de fiesta y de sensaciones: me adentré entre la multitud y como uno se adentra al mar, me sentí abrumado por la música, por los aromas de la comida en plancha, pero, sobre todo, porque aquello parecía un arcoíris caído, un sueño infantil, un mundo ajeno y cubierto por las lonas que daban sombra. Y fue ahí, entre todo ese tumulto de fiesta, donde la encontré, justo en el centro de los puestos.

    Así que llegué, pasando frente a la cara de la iglesia sin voltear, me senté y le pedí un café a quién sería mi mujer para toda la vida. La había visto el día anterior, afuera de la panadería, ya por la tarde. Le gustaban las magdalenas, me fijé, y las conchas de chocolate. La miré y lo supe. Así nada más. Tenía que conocerla y hacerle saber que sería mi mujer.

    Le temblaba la mano, de piel color arena húmeda, como cuando la marea baja y deja al descubierto los granos vírgenes del suelo arenoso. Volteando su gruesa melena hacia el lado izquierdo de su rostro me dejó verlo: un rostro de mañana, de promesa esperanzada, con un par de ojos de mirada profunda y salvaje, como la de un lince a la espera bajo las hojas de hierbas, acechando. Una mezcla de dulzura, inocencia y salvajismo extremo. Me perdí en aquel rostro, sin dar lugar a algo más que asombro genuino al detallado toque sensual y abrumador que despejaba aquella mujer bajo los rizos oscuros de su melena alocada. Un par de labios gruesos, carnosos y rosados sonreían genuinamente, sutilmente escondiendo una boca grande y de sonrisa amplia, el destello de un par de arracadas de plata titilaba como monedas al aire entre dos amantes del azar, entre sus rizos oscuros, acentuado su largo rostro hasta llegar a un cuello delgado y largo sobre un par de delicados pero fuertes hombros al descubierto color pastel. La profundidad del océano de aguas negras en su mirar me devoró, y por un segundo se fue sumergiendo mi enclenque bote a través de la garganta del mar y hasta sus secretos al fondo de un par de ojos maravillosos, con mirada escrutadora e impulsiva, atenta a todo detalle visual o persuasivo.

  Una mujer joven, pasados los veinte o apenas allí, no más de veinticinco, y yo, apenas de quince. Ya de frente a ella quede pasmado: una belleza radiante y nebulosa, abrumadora, no de manera arrogante sino de manera misteriosa, esotérica, con la promesa de despertar entre nubes de incienso y noches eternas de sudor y rasguños, de poemas de la mano de una baraja española y un cansancio placentero a través de miradas y miel.

  Le pedí que se sentará conmigo. Que le había escrito un poema.

  Me sonrió.                      

 

]°[

 

  El viejo escritor dejó su lápiz sobre la mesa, junto a la taza de café. Éste, rodó un poco hasta recargarse en el platito de peltre astillado y así evitó rodar hacia la orilla.

  Ya varias veces había perdido lápices bajo la estufa, otros bajo la alacena. ¿Cuántos lápices no habrá allá abajo? Pensó, intentando recordar las innumerables ocasiones que se quedó sin nada con que escribir, los suficientes como para volver a empezar. No volvería a cometer el mismo error. Sus rodillas no se lo permitirían. Aunque fuese cincuenta y seis años después del primero.

  Pero sí volvería a empezar.

  Tal vez habría otro escritor bajo los muebles, en otro mundo donde los lápices fuesen del tamaño de los árboles, y nunca dejarían de existir. Se imagino un bosque color amarillo, entre colinas y senderos de tinta azul, con suelo de papel y nubes rosadas de borrador. Loco, se dijo.

  La guerra deja a todos locos.

  Un mirlo color negro y oro llego de repente cerca de la ventana. El contraste de sus plumas con el verde esmeralda de las hojas y el azul lodoso de las colinas no se le pasó desapercibido, las cortinas parecieran aletear por igual, alegres y vivarachas como solo los pájaros saben ser. Llegó y cantó desde la rama más cercana, y el viejo escritor pensó que poco le faltaba para entrar a la casa y cantarle desde el hombro. Pero nada. Nunca entraba. Le dejaba la ventana abierta cada mañana, incitando, pero nunca caía.

  “Ya es noviembre.” Le dijo a nadie, tal vez al mirlo, mirando el viejo calendario en la pared rosa que daba a la recamara, “y como pesa el día.” Cada noviembre lo sentía igual: pesado, cuajado, como si tuviese que cargar un muerto agusanado sobre sus hombros. Un muerto conocido, vestido de militar, con las mismas medallas que el viejo escritor guardaba bajo la cama.

  La guerra había terminado hacia veinte años ya, y sus escritos habían relatado el día a día de la guerra civil.

  Era lunes, había amanecido tibio y sin lluvia. Los aguaceros de octubre habían llegado algo tarde, arrastrando el calor un poco más allá, el pueblo parecía hundirse en las calles de lodo, y las colinas vestían de verde y girasoles.

  El rechinido de los resortes viejos del colchón le avisaron otra vuelta de su gitana. Seguidos por un largo suspiro de alivio. Había tenido aquella pesadilla otra vez. Una pesadilla que la llevaba al pasado. Le había despertado en la madrugada, cerca de las tres, siempre cerca de las tres, y sacudido los demonios del sueño. “Despierta tú, ándale ayúdame que no puedo con todos.” Solo dijo eso. Casi lo grita a todo pulmón y luego volvió a dormir entre suspiros y quejidos adoloridos.

  Ya estábamos viejos.

Jesus Enriquez is an undergraduate student. His work has previously been published in EPCC’s Chrysalis: Literary and Arts Journal, the Pasos Program Journal, and in 2023 he was part of the EPCC Chrysalis Editing team for non-fiction.

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